NUEVA YORK.- Cuando llegué a mi apartamento en Nueva York, descubrí que no había lavadora. Al principio reconozco que me preocupé, por aquello de sobrevivir mes y medio con la ropa de mi maleta. Pero se me pasó rápido cuando, al ir a hacer la compra al supermercado de la esquina, descubrí una lavandería.
Después de hablar con uno de mis vecinos resulta que, aquí en Nueva York, no todo el mundo tiene lavadora. Y a muchos de los que tienen les parece un engorro hacer la colada y sobre todo, plancharlo todo después. Así que se inventó ya hace años este fantástico negocio que son las lavanderías, que hoy en día están casi tan repartida por la ciudad como los Starbucks. Aquí puedes encontrar algunas por toda NYC.
En estos locales, la colada se hace en público, con todo lo que ello conlleva. Para empezar, tú metes la ropa. Pero nunca sabes como sale. Y entre medias, durante la hora y media que sueles tardar, puede pasar cualquier cosa. La lavandería es un lugar de reunión, pues al fin y al cabo todos tenemos nuestros trapos sucios que lavar. Desde siempre los lavaderos han sido lugares de charla, así que los neoyorquinos del siglo XXI no iban a ser menos.
Cuando uno llega con su ropa a un sitio como estos, piensa que es algo simple. Al menos es lo que parece en las películas. Pero las lavadoras, lejos de ser fáciles de usar, son un verdadero lío. Tienen varios programas (que si frió, que si caliente, que si templado) y tres cajetines cuando sólo nos han dado jabón y suavizante. ¿Y el que sobra? Buena pregunta. Llevo más de dos semanas aquí y todavía no lo he averiguado. Da igual, pienso. Cierro los ojos y le doy a comenzar. Será lo que dios quiera.
Es interesante sentarse, mientras nuestra ropa da vueltas en el tambor de la máquina, y poner oído a los de al lado. En poco tiempo uno puede llegar a darse cuenta de la enorme multiculturalidad, y riqueza cultural y social de una ciudad como Nueva York. En la tienda entra gente de todas las edades, colores y pelajes. Unos escuchan música en su iPod mientras esperan, otros leen, y otros simplemente miran al infinito como las máquinas marean la mugre de su ropa.
Da la sensación de estar en una peluquería, por eso de que la gente lee revistas de cotilleo e intercambia opiniones de lo más diverso. De hecho, si ven que estás de humor, en seguida empiezan a preguntarte de dónde vienes y qué haces aquí. Te meten en la conversación sin que te des ni cuenta. Y luego dicen de los españoles, pero al menos mis vecinos neoyorquinos, son más habladores que cualquiera que haya conocido en España. No hay nada como el escarnio público mientras uno lava sus trapos sucios.
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